Las dos de la madrugada marcaba el viejo reloj de la iglesia de la plaza central del pequeño pueblo de Tortuga.
Casi no había bullicio esa noche, cosa rara en la isla, pero es que la noche anterior habían sido las fiestas del compromiso de boda de la hija del gobernado de Port Royal, y los festejos habían dejado al populacho algo cansado de tanto ajetreo.
Los farolillos ardían colgados en todas las esquinas de la plaza y a lo largo de toda la calle de El Ahorcado por donde dirigía mis pasos firmes hacia la taberna de La Porteña.
Pañuelo negro calado sobre la cabeza, camisa blanca abierta en mi pecho, al que cruzaba la cincha que soportaba la vaina de mi sable, cinturón ancho de hebilla dorada, sujetando una pistola de culata de nácar, y anchos pantalones negros recogidos por botas de media caña, que resonaban huecas sobre la piedra de la calleja, envuelto en la oscuridad caribeña, y ocultando en la derecha un puñal plateado de un palmo, que le robé a un filibustero después de despacharlo en una reyerta en Jamaica.
Llegaba tarde a mi reunión en la taberna, pero seguía caminando tranquilo porque sabía que me esperarían.
Giré a la derecha al final de la calle de El Ahorcado, y un viejo cartel de madera desvencijado clavado en una pared de cal, me anunció la llegada a mi destino.
La Porteña era un antro sucio y grasiento de la isla de Tortuga, donde su dueña, una madura prostituta del nuevo mundo, hacía las delicias de bucaneros y piratas cuando estos cruzaban su umbral.
Un enjambre de mesas y sillas vacías en la noche eran iluminadas por un sinfín de velas encendidas, creando un vergel de sombras en la sala principal de la taberna. Nadie respiraba esa noche en La Porteña, nadie, excepto quien me esperaba.
Al fondo de la sala, y sentado en una mesa iluminada por un velón cerúleo estaba Drake, esperándome, impasible, mirándome entre las sombras con sus ojos rojos en las tinieblas.
Me acerqué hasta su mesa, y me senté sin mediar palabra de espaldas a la puerta de la taberna.
- Llegáis tarde, maldito bastardo. – me espetó Drake.
- Una dama me ha entretenido algo más de lo esperado. ¿Sabéis lo qué es que una dama os entretenga en su lecho, o lo habéis olvidado capitán? – respondí hiriendo con mis palabras.
Drake me fulminó con sus rojos ojos que se veían debajo de su sombrero de ala marrón, y se incorporó sobre la mesa, mientras se recolocaba su casulla verde oscura desabrochada.
-Seguís siendo el mismo hijo de Satanás, que me robó mi navío y tripulación. No habéis cambiado nada. – prosiguió el capitán.
- Vos fuisteis el que me hizo así. Vos sois el culpable de haber perdido vuestro barco. Si no hubierais matado a mi padre aquella tarde en cubierta, jamás me hubiera vengado de esa forma. – contesté.
- Vuestro padre era un traidor a la Corona de Su Majestad, jamás aceptó el acoso que hicimos a los barcos españoles. Incluso escupió sobre las cartas de Patente de Corso de Su Majestad.
- Traidor decís. Desde cuando vos sois leales a la corona inglesa. Sólo os interesa vuestra riqueza, y venderíais vuestra alma a cualquiera que os diera más doblones para vuestras bolsas. Las matanzas de españoles en los abordajes eran totalmente injustificadas, y eso vos lo sabéis y por ello perdisteis vuestro barco y tripulación. Mi padre se opuso a vuestras atrocidades, contrarias al código de la piratería, y vos lo matasteis sin remisión. –expliqué.
- Tenéis un navío que es mío, y una tripulación que me pertenece. –
- Tal vez deberíais preguntar a vuestra tripulación si quiere que volváis a ser su capitán. Os sorprendería su respuesta.
Drake apretó sus puños sobre la mesa, envuelto en una cólera que le rebosaba por su piel, mientras me miraba fijamente a los ojos.
- Os mataré maldito bastardo. Y vos lo sabéis. – me dijo sin reparo.
- Os esperaré siempre capitán. Siempre. – repliqué con orgullo.
Un velón que a la derecha ardía sobre una mesa vacía se agitó levemente, poniéndome en alerta. El viento sopló en mi nuca, e intuí que en la puerta de la taberna alguien había.
Sin esperar a ver quien era, me giré sobre la banqueta donde estaba sentado, desenfundé mi pistola de nácar y disparé.
El plomo voló rápido e impactó sobre la frente del contramaestre del capitán Drake, Mombasa.
El haitiano cayó desplomado sobre su espalda con un cuchillo de dos cuartas de hoja en su mano derecha.
- Siempre os estaré esperando capitán. – repetí a Drake, que me miraba con los ojos inyectados en sangre.
Me levanté de mi asiento, dirigí mis pasos hacia la puerta de la taberna, evité pisar el cuerpo sin vida de Mombasa, y abandoné La Porteña, envuelto en una brisa caribeña, en dirección al puerto de la isla de Tortuga.