El traqueteo de las ruedas del carro se mezclaba con el repicar de los cascos de los caballos a lo largo de todo el camino.
A través de la pequeña ventana de la carreta que llevaba al pequeño Jaime y a frey Leandro, se colaba el débil color plateado de la luna que brillaba en todo lo alto esa noche de diciembre.
Jaime no entendía por qué frey Leandro había decidido entregarle a frey Guillermo de Montrodón, y cada vez que se lo preguntaba, él le respondía con la misma frase.
“ Ahora eres el rey de Aragón, y como tal necesitas una buena formación, y frey Guillermo es la persona indicada para eso.”
Jaime se interrogaba así mismo una y otra vez, sin saber el por qué de aquella decisión, él prefería seguir en el castillo de Simón de Montfort, y poder jugar con frey Leandro todas las tardes, en vez de tener que ser apartado de él. Desde que su madre murió, el fraile había sido su padre y su madre.
De repente el carro detuvo su marcha por un momento, se escucharon voces fuera, y el rechinar de lo que parecía una reja de fuerte hierro, se clavó en el alma del pequeño.
- Venid a mi lado Jaime. – Dijo frey Leandro, abriendo los brazos.
El pequeño obedeció y saltó del asiento de enfrente, hasta que se colocó a su vera.
El carromato volvió a ponerse en marcha de nuevo, escoltado por el incesante repicar de los cascos de los caballos que les habían acompañado durante todo el viaje, hasta que de nuevo, se detuvo, pero esta vez para no volver a arrancar.
La portezuela del carro se abrió de súbito, y Jaime y el fraile bajaron de él agarrados de la mano.
Delante de ellos una escuadra de caballeros templarios, con sus blancas capas con cruces rojas como la sangre se disponían en el patio de armas de la fortaleza de Monzón. Los encabezaba frey Guillermo de Montrodón, longevo Maestre de los Caballeros Templarios de Aragón.
Los ojos del templario enmarcados por unas cejas canosas se clavaron en los pequeños ojos de Jaime, mientras éste apretaba con fuerza la mano de frey Leandro. El templario se mesó su larga barba y se acercó hasta ellos con paso firme y marcial.
- Así que vos sois el pequeño rey Jaime de Aragón. – Comenzó hablando el Maestre.
- Así es frey Guillermo. Os pido encarecidamente que cuidéis de él y lo forméis como rey, y como hombre. – Dijo el fraile.
- Lo haré hermano. Es un honor para esta Casa, que nuestro rey comience su formación en ella. – Contestó el templario posando su mano derecha sobre la empuñadura de su espada envainada.
Frey Leandro entregó el pequeño al Temple, y dando un beso y un abrazo al niño se despidió de él volviéndose a meter en el carromato que les había traído, abandonando la fortaleza en esa fría noche de diciembre.
Una lágrima, se resbaló por la sonrosada mejilla derecha de Jaime, mientras perdía de vista la comitiva detrás de los muros de Monzón. En ese momento el pequeño pensó que esa Navidad no sería como las demás.
Los días pasaron lánguidos en la fortaleza y Jaime poco a poco había comenzado sus clases de escritura, latín y teología, que frey Guillermo se encargaba de darle personalmente. Pero lo que más le gustaba al joven rey eran los momentos en los que el viejo templario le enseñaba a montar a caballo y a blandir una espada con gallardía.
Una mañana de aquel diciembre, frey Guillermo decidió salir de Monzón con Jaime, ambos a caballo. Una larga cabalgada con el joven, pensó el templario, agotaría su alma inquieta, y luego sería más fácil de controlar en las horas de escritura. Y así lo hicieron.
Sus monturas les llevaron a través de un páramo de robles centenarios que dejaron ver a Jaime, en lo alto de una pequeña colina, una iglesia románica muy bonita. El pequeño preguntó a su mentor por ella, y éste le contó que en ella estaban destinados para los siglos, once templarios castigados por la Orden al huir de una batalla que tenían perdida, y por eso la Regla de la Orden castigaba su cobardía. Le contó que esos caballeros condenados, no podían abandonar dicha iglesia y que debían guardarla para siempre en señal de castigo.
Aquello a Jaime le pareció muy cruel, ya que no entendía, que si una batalla se tenía perdida, para qué seguir luchando, si posiblemente terminarías perdiendo la vida. La historia de los once templarios le impactó y durante días le estuvo rondando por la cabeza, hasta que el día de Nochebuena llegó a la fortaleza. La primera Nochebuena en Monzón.
La cena fue como siempre, austera y acompañada de la lectura de salmos en el refectorio. Nada de una cena especial, con música de laúdes y juegos con los cíngaros, como pasaba todas las Nochebuenas en el castillo de Simón de Montfort.
Jaime aburrido de aquello terminó de cenar y solicitó permiso a frey Guillermo para ir a sus aposentos. Pero no lo hizo. Se coló como un ratón en las cocinas y cogió un par de conejos asados y algo de pan en hogazas. Lo metió todo en un atillo y abandonó la fortaleza montado en su caballo.
La noche oscura le envolvió en su aventura. Azuzó fuerte a su montura, que veloz recorría el páramo de robles que muy bien conocía el joven rey, hasta que enfiló el repecho de la colina donde descansaba la iglesia de los once templarios condenados.
Rápido la subió y llegó hasta ella. Allí vio como alrededor de una hoguera los once templarios sentados en el suelo, envueltos en sus capas blancas con cruces bermejas se calentaban en aquella Nochebuena.
Los cascos del caballo del joven alertaron a los templarios que de sorpresa se incorporaron y divisaron la figura de Jaime acercándose a ellos. Extrañados los frailes, porque por allí nadie pasaba, recibieron al pequeño.
Jaime descabalgó y les entregó el atillo que traía con él y les explicó que vivía en la fortaleza de Monzón bajo la guarda de la Orden del Temple y de frey Guillermo. Los once templarios agradecieron de forma efusiva la comida de Nochebuena que el niño les había traído y en compensación por ello, le dejaron entrar en la iglesia que guardaban como penitencia por deshonrar la Regla de la Orden.
Por unos estrechos y altos ventanucos se colaba la luz del cielo estrellado en forma de pequeños ríos de plata, y un gran rosetón que se alzaba sobre la puerta, dejaba pasar un sin fin de colores tenues que la noche aragonesa resbalaba entre aquellos muros.
Al entrar, los once templarios se quedaron absortos con lo que vieron en el interior. El rosetón que durante años habían estado mirando todas las noches hasta que se quedaban dormidos, no tenía once puntas, una por cada uno de ellos, sino que esa noche tenía doce. Incrédulos contaron y recontaron las puntas del rosetón de la iglesia, y siempre el mismo resultado se daba. Doce puntas.
Aquello les sobrecogió. El rosetón de once puntas les representaba a ellos, pero esa noche una punta más aparecía dibujada en la cristalera, justo la Nochebuena en la que el pequeño rey, les había visitado y traído comida.
Pronto lo entendieron, y responsabilizaron a Jaime de aquel milagro. Ante él se arrodillaron, juraron fidelidad eterna hasta el último soplo de sus vidas, y como un nuevo hermano de Orden lo recibieron.
Aquella Nochebuena, nació un rey al que el Temple protegería en la batalla y aconsejaría en su fascinante vida.
Aún hoy en la vieja iglesia que durante años guardaron los once templarios condenados, cada Nochebuena, los que se acercan a ella juran que el rosetón tiene doce puntas, contándolas y recontándolas; hasta que amanece el día de Navidad, en el que vuelven a ser once.
Relato adaptado, y basado en una leyenda medieval.
El Rey Don Jaime I, pasó algunos años de su infancia en la fortaleza de Monzón, donde se formó como rey y como persona ayudado por los caballeros templarios aragoneses.
FELIZ NAVIDAD Y PRÓSPERO AÑO NUEVO PARA TODOS.
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