miércoles, 15 de diciembre de 2010

LAS DOCE PUNTAS


Diciembre en el Castillo-fortaleza de Monzón, Alto Aragón, Año de Nuestro Señor de 1.214.

El traqueteo de las ruedas del carro se mezclaba con el repicar de los cascos de los caballos a lo largo de todo el camino.
A través de la pequeña ventana de la carreta que llevaba al pequeño Jaime y a frey Leandro, se colaba el débil color plateado de la luna que brillaba en todo lo alto esa noche de diciembre.
Jaime no entendía por qué frey Leandro había decidido entregarle a frey Guillermo de Montrodón, y cada vez que se lo preguntaba, él le respondía con la misma frase.

“ Ahora eres el rey de Aragón, y como tal necesitas una buena formación, y frey Guillermo es la persona indicada para eso.”

Jaime se interrogaba así mismo una y otra vez, sin saber el por qué de aquella decisión, él prefería seguir en el castillo de Simón de Montfort, y poder jugar con frey Leandro todas las tardes, en vez de tener que ser apartado de él. Desde que su madre murió, el fraile había sido su padre y su madre.
De repente el carro detuvo su marcha por un momento, se escucharon voces fuera, y el rechinar de lo que parecía una reja de fuerte hierro, se clavó en el alma del pequeño.

-          Venid a mi lado Jaime. – Dijo frey Leandro, abriendo los brazos.

El pequeño obedeció y saltó del asiento de enfrente, hasta que se colocó a su vera.
El carromato volvió a ponerse en marcha de nuevo, escoltado por el incesante repicar de los cascos de los caballos que les habían acompañado durante todo el viaje, hasta que de nuevo, se detuvo, pero esta vez para no volver a arrancar.
La portezuela del carro se abrió de súbito, y Jaime y el fraile bajaron de él agarrados de la mano.
Delante de ellos una escuadra de caballeros templarios, con sus blancas capas con cruces rojas como la sangre se disponían en el patio de armas de la fortaleza de Monzón. Los encabezaba frey Guillermo de Montrodón, longevo Maestre de los Caballeros Templarios de Aragón.
Los ojos del templario enmarcados por unas cejas canosas se clavaron en los pequeños ojos de Jaime, mientras éste apretaba con fuerza la mano de frey Leandro. El templario se mesó su larga barba y se acercó hasta ellos con paso firme y marcial.

-          Así que vos sois el pequeño rey Jaime de Aragón. – Comenzó hablando el Maestre.
-          Así es frey Guillermo. Os pido encarecidamente que cuidéis de él y lo forméis como rey, y como hombre. – Dijo el fraile.
-          Lo haré hermano. Es un honor para esta Casa, que nuestro rey comience su formación en ella. – Contestó el templario posando su mano derecha sobre la empuñadura de su espada envainada.

Frey Leandro entregó el pequeño al Temple, y dando un beso y un abrazo al niño se despidió de él volviéndose a meter en el carromato que les había traído, abandonando la fortaleza en esa fría noche de diciembre.
Una lágrima, se resbaló por la sonrosada mejilla derecha de Jaime, mientras perdía de vista la comitiva detrás de los muros de Monzón. En ese momento el pequeño pensó que esa Navidad no sería como las demás.
Los días pasaron lánguidos en la fortaleza y Jaime poco a poco había comenzado sus clases de escritura, latín y teología, que frey Guillermo se encargaba de darle personalmente. Pero lo que más le gustaba al joven rey eran los momentos en los que el viejo templario le enseñaba a montar a caballo y a blandir una espada con gallardía.
Una mañana de aquel diciembre, frey Guillermo decidió salir de Monzón con Jaime, ambos a caballo. Una larga cabalgada con el joven, pensó el templario, agotaría su alma inquieta, y luego sería más fácil de controlar en las horas de escritura. Y así lo hicieron.
Sus monturas les llevaron a través de un páramo de robles centenarios que dejaron ver a Jaime, en lo alto de una pequeña colina, una iglesia románica muy bonita. El pequeño preguntó a su mentor por ella, y éste le contó que en ella estaban destinados para los siglos, once templarios castigados por la Orden al huir de una batalla que tenían perdida, y por eso la Regla de la Orden castigaba su cobardía. Le contó que esos caballeros condenados, no podían abandonar dicha iglesia y que debían guardarla para siempre en señal de castigo.
Aquello a Jaime le pareció muy cruel, ya que no entendía, que si una batalla se tenía perdida, para qué seguir luchando, si posiblemente terminarías perdiendo la vida. La historia de los once templarios le impactó y durante días le estuvo rondando por la cabeza, hasta que el día de Nochebuena llegó a la fortaleza. La primera Nochebuena en Monzón.
La cena fue como siempre, austera y acompañada de la lectura de salmos en el refectorio. Nada de una cena especial, con música de laúdes y juegos con los cíngaros, como pasaba todas las Nochebuenas en el castillo de Simón de Montfort.
Jaime aburrido de aquello terminó de cenar y solicitó permiso a frey Guillermo para ir a sus aposentos. Pero no lo hizo. Se coló como un ratón en las cocinas y cogió un par de conejos asados y algo de pan en hogazas. Lo metió todo en un atillo y abandonó la fortaleza montado en su caballo.
La noche oscura le envolvió en su aventura. Azuzó fuerte a su montura, que veloz recorría el páramo de robles que muy bien conocía el joven rey, hasta que enfiló el repecho de la colina donde descansaba la iglesia de los once templarios condenados.
Rápido la subió y llegó hasta ella. Allí vio como alrededor de una hoguera los once templarios sentados en el suelo, envueltos en sus capas blancas con cruces bermejas se calentaban en aquella Nochebuena.
Los cascos del caballo del joven alertaron a los templarios que de sorpresa se incorporaron y divisaron la figura de Jaime acercándose a ellos. Extrañados los frailes, porque por allí nadie pasaba, recibieron al pequeño.
Jaime descabalgó y les entregó el atillo que traía con él y les explicó que vivía en la fortaleza de Monzón bajo la guarda de la Orden del Temple y de frey Guillermo. Los once templarios agradecieron de forma efusiva la comida de Nochebuena que el niño les había traído y en compensación por ello, le dejaron entrar en la iglesia que guardaban como penitencia por deshonrar la Regla de la Orden.
Por unos estrechos y altos ventanucos se colaba la luz del cielo estrellado en forma de pequeños ríos de plata, y un gran rosetón que se alzaba sobre la puerta, dejaba pasar un sin fin de colores tenues que la noche aragonesa resbalaba entre aquellos muros.
Al entrar, los once templarios se quedaron absortos con lo que vieron en el interior. El rosetón que durante años habían estado mirando todas las noches hasta que se quedaban dormidos, no tenía once puntas, una por cada uno de ellos, sino que esa noche tenía doce. Incrédulos contaron y recontaron las puntas del rosetón de la iglesia, y siempre el mismo resultado se daba. Doce puntas.
Aquello les sobrecogió. El rosetón de once puntas les representaba a ellos, pero esa noche una punta más aparecía dibujada en la cristalera, justo la Nochebuena en la que el pequeño rey, les había visitado y traído comida.
Pronto lo entendieron, y responsabilizaron a Jaime de aquel milagro. Ante él se arrodillaron, juraron fidelidad eterna hasta el último soplo de sus vidas, y como un nuevo hermano de Orden lo recibieron.
Aquella Nochebuena, nació un rey al que el Temple protegería en la batalla y aconsejaría en su fascinante vida.
Aún hoy en la vieja iglesia que durante años guardaron los once templarios condenados, cada Nochebuena, los que se acercan a ella juran que el rosetón tiene doce puntas, contándolas y recontándolas; hasta que amanece el día de Navidad, en el que vuelven a ser once.


Relato adaptado, y basado en una leyenda medieval.

El Rey Don Jaime I, pasó algunos años de su infancia en la fortaleza de Monzón, donde se formó como rey y como persona ayudado por los caballeros templarios aragoneses.

FELIZ NAVIDAD Y PRÓSPERO AÑO NUEVO PARA TODOS.

jueves, 11 de noviembre de 2010

ACERO EN LA NOCHE

 Cuando llegó a la entrada del callejón, miró a derecha e izquierda.
La luz de un candil, era lo único que se veía en la noche cerrada. Un perro ladró en la lejanía, mientras se colocaba bien el sombrero de ala oscuro sobre su cabeza, y anudaba fuerte su capa sobre su pecho, dejando el hombro derecho libre de ella. El hombro del brazo de la espada.
Sabía que le esperaban, pero no sabía dónde.
Se adentró en el callejón, envuelto en la capa, y trincando fuerte el puño de su acero.
Sus botas resonaban huecas sobre la piedra oscura, cuando se juntaron con el sonido de otras.
Detuvo su camino ante tres hombres que se le encaraban delante de sus pasos. Sin mediar palabra y en lo que se tarda en decir un AMÉN, los aceros de los tres resplandecieron amenazantes en la fría noche.
La luz del candil tembló cuando él desenvainó su estoque, a la vez que en su mano izquierda ya asomaba una daga a la que le gustaba llamar, La Misericordia.
Refulgió el acero de todos cuando los mismos restallaron unos contra los otros.
Él movía su espada a diestra y siniestra, intentando evitar una y otra vez las estocadas, de los tres malnacidos que querían acabar con su vida.
La escuela italiana se descubrió en su esgrima, y enseguida ubicó a sus asaltantes en la tarde anterior, en la taberna de El Tuerto.
Malencarados e hideputas, pensó esa tarde, y esa noche, su instinto no le engañó.
 Detuvo un ataque por su derecha, y rápido revolvió su acero en espiral, haciendo blanco en el pecho de uno de los asediadores. Cayó al suelo.
Luego a su izquierda, estocada mortal de arriba abajo. La cara oculta de otro sufrió la furia de su acero. Sólo quedaba uno.
 Aquel ya no era tan valiente ni tan rápido con su espada.
Amago por la izquierda, y rápida estocada a la altura del gaznate. El filo entró y salió rápido, dejando un reguero de sangre en el aire. El tercero cayó también al suelo agarrando su garganta.
Se acercó a él, con su espada en ristre. El maleante pidió misericordia, y se la dio. Tres cuartas de acero de su daga se introdujeron en las tripas del suplicante, haciendo honor a su buen nombre, La Misericordia.
 

miércoles, 10 de noviembre de 2010

LA CAIDA

Miro por la aspillera de mi celda como el sol vuelve a salir ahí fuera, sin contar conmigo de nuevo. Los huesos me duelen por la humedad de la roca, y sólo veo día tras día un cubo de madera donde hago mis necesidades.
Mi sayón es ya un harapo que perdió su blanco inicial, y me agarro a las palabras del hermano que nos defendió en el juicio. El día del señalamiento fue gris y triste, pero su ímpetu en la defensa de la orden, me recordó épocas pasadas, en las que toda Europa nos respetaba.
Hoy, tras las pruebas del juicio, ha quedado demostrado que no soy ningún mago, ni nigromante, tan sólo soy un fraile. Y por eso espero la absolución de la orden que regento y la mía. Rezo por ello.

Jacques de Molay, París 18 de marzo de 1314.

En memoria del último Gran Maestre de la Orden del Temple.

lunes, 8 de noviembre de 2010

LA AVENTURA DE PUBLICAR UNA NOVELA

Hoy empiezo a escribir en mi blog, esperando que sirva a más gente para que el gusto por leer un buen libro, o escribir unas simples líneas en una servilleta, sea una costumbre que jamás se pierda.
La verdad es que cuando me nació el ánimo de empezar a escribir una novela hace ya algún tiempo, aunque sabía que la empresa sería dura, no pude imaginar que lo fuera tanto.
Al no estar acostumbrado a hacerlo, me costó mucho tener una línea de trabajo, además de que mi profesión me ocupa la mayoría de mi tiempo. Aún así, mi constancia hizo que, escribiera de forma obligatoria los fines de semana, aunque fuera unas simples líneas.
Antes de todo ello,la labor de investigación me llevó meses, y gran cantidad de libros leídos sobre el tema que trataría mi novela. Así me adentré en un mundo que parecía estar lantente dentro de mí, dormido, y con la aventura de la escritura salío a la luz de una forma grandiosa.
La investigación me comenzó a llevar por infinidad de datos y revelaciones, que hicieron que hoy en día la Edad Media, sea una de mis pasiones, y más concretamente La Orden del Temple.
Una vez recopilada toda la información que a mí me resultaría de gran valor, la archivé en un enorme fichero, que aún descansa en la estantería del despacho de mi casa.
Acto seguido, diseñé la trama del libro, y sus personajes principales. Me lo planteé por capítulos, e intenté que siempre en cada uno de ellos ocurriera algo, que empujara al lector a seguir leyendo.
Es justo decir que esta labor no fue nada fácil, muchos días existía un bloqueo constate, además de que no existía tiempo para escribrir. Pero poco a poco, la novela fue tomando forma y comenzó a fluir más fácilmente.
Si a esto le sumamos la ayuda de mi mujer Belén, el trabajo se convirtió en una aventura muy bonita.
Pasábamos horas hablando sobre los personajes, y sus andanzas, de cómo aldrían de un apuro y otro, y por donde pasarían con sus caballos.
Además de la información recopilada en formato papel, ha sido muy importante ir a visitar los lugares por donde pasaría la acción. Impregnarme de la esencia de historia que desprendían esos lugares es una experiencia muy aconsejable, y si además lo haces acompañado de la persona a la que quieres mucho más.
Después de haber terminado la novela, la encuaderné, registré, y comencé a navegar por la red en busca de información sobre cómo publicar un libro y que opciones hay para hacerlo.
Mandé varios e-mails a algunas editoriales para que me dijeran cuáles eran los requisitos para remitirles mi obra. Algunos contestarón muy amablemente, y otros ni se dignaron a hacerlo.
Por fín me decidí, por una editorial alicantina, que medianamente conocía, y con mi manuscrito me presenté en su oficinas.
Era la primera vez que hacía aquello, y los nervios eran grandes, pero estaba dispuesto a que mi creación tuviera una oportunidad. Dejé una copia sobre la mesa de la editorial, y tras 3 meses, recibí un e-mail diciendo que estaban interesados en su publicación.
La alegría fue indescriptible. Estaba viendo como mi novela se hacía mayor de edad, y comenzaría su camino en solitario.
A día de hoy, la editorial se está portando de una forma muy profesional conmigo y con la novela. De hecho ya me han diseñado la portada y contraportada, y espero que pronto esté lista para presentarla en sociedad.
Cuando eso ocurra, estaréis todos invitados.

Fdo. Eduardo.